Autobiografía lingüística
A mi edad, creo haber llegado a la conclusión, más o menos constatada con pruebas irrefutables que he reunido a lo largo de mi vida, de que soy un estudiante de lenguas poco solvente para cualquier otra lengua que no sea la mía, es decir, el castellano. Ahora bien, en la mía siempre he echado el resto, y me he aplicado con obsesión en la tarea de dominarla tanto como fuera posible. Lo cierto es que no me conformaba con dominarla yo sino que también aspiraba a que lo hicieran los demás. Y se me iban los demonios cada vez que alguien la maltrataba en mi presencia, hasta el punto de que he ido escogiendo mis amistades en función del uso que hacían del idioma. Cualquier presunto amigo al que se le escapaba un haiga o se atrevía a alterar el orden natural de los pronombres átonos y pronunciara impunemente un me se no solo perdía la condición de amigo sino podía dar gracias a Borges (el único dios verdadero) por haber salido del trance con vida. Fue tal mi obsesión que no bien creí conocer al amor de mi vida dejó de serlo porque confundió el infinitivo con el imperativo, y no hay nada que aborrezca más que amar por amad.
El caso es que fue tan pertinaz el empeño con el que me dediqué a la tarea de prescriptor que descuidé el aprendizaje del inglés, que fue la lengua extranjera que cursé en EGB. Es cierto que por aquel entonces (los ochenta) el inglés apenas era una presencia anecdótica en el currículum de las escuelas catalanas. El profesor aparecía dos veces por semana en el aula, se situaba frente al encerado y se pasaba una hora haciendo rechinar la tiza sobre la pizarra, llenándola de extraños caracteres tan indescifrables que cualquiera diría que escribía en… inglés. El resultado de ese proceso lamentable de involución es que pertenezco a una generación que no sabe valerse por sí misma cuando viaja al extranjero. Para subsistir durante el tiempo en que se prolongan las vacaciones nos hacemos acompañar por alguien que sí sabe inglés. Nos pegamos a él como si se tratara de un perro lazarillo sin el que no podríamos sobrevivir.
Con el catalán me podía haber pasado lo mismo si no fuera porque reaccioné a tiempo. Aunque nací en Barcelona, pertenezco a una familia de origen extremeño que recaló en Cataluña en los años sesenta. El contexto en el que me crié era tan castellanoparlante que si mis padres me hubieran asegurado que vivíamos en Extremadura, me lo hubiera creído a pie juntillas. Ese era y fue siempre mi contexto sociolingüístico. La inmersión lingüística solo era un proyecto incipiente que tardaría en hacerse realidad. Y cuando por fin se hizo, yo había vivido tanto tiempo en little Extremadura que jamás pude desprenderme del acento extremeño. Cuando por fin obtuve el C1 de catalán, paseé con el pecho henchido por mi barrio, tanto como cuando me gradué en Estudios Literarios, pero siempre había alguien que me recordaba, maldita sea, que con semejante acento nunca hablaría un catalán perfecto.
Es posible, pero no dejaré nunca de intentarlo.